Notas a propósito de vida, trabajo y estudio y el real sentido contemporáneo de la hospitalidad como forma de vida cotidiana en la Ciudad Abierta
Por una reducción, tal vez exagerada pero cómoda para darnos a entender, puede caracterizarse la situación actual en que los seres humanos convivimos como dicotómica. La dicotomía obligada entre trabajo, modo de vida, estudio, compone las relaciones humanas con su acento peculiar. Muchos podrán no concordar con nuestra apreciación da la realidad, pero pocos podrán desmentir este hecho generalizado, hoy, sobre todo el planeta.
De un modo especial la poesía –en su sentido propio y extenso– y el pensamiento conllevan consigo la crisis, en su sentido real y no peyorativo, desde hace largo tiempo. Pero ocurre que los modos mismos de convivencia humana que relativamente parecían puestos al abrigo de tal crisis, se ven afectados, de más en más, por ésta. Tal crisis se manifiesta por el desnudamiento constante de cuantas paradojas puedan ser imaginadas sin reparo alguno. Lo religioso trata de no serlo a fin de serlo, la política cada vez desconoce más y mejor lo que es su propia salsa: el poder; la pseudo-poesía, para querer ser poesía, envidia y quiere desplazar al periodismo; la filosofía, para pretender serlo, se convierta de más en más en clases de.historia de filosofía; la ciencia se pone en cuesti6n as! misma desde el punto de vista moral; la moral, para serlo, ignora cada vez más el ethos; las artes para querer serlo se convierten en propaganda, etc., etc. Lejos de nosotros formular un juicio de valores. Nos basta anotar la situación critica y la desazón reinante doquier como síntoma inequívoco de un cambio.
Este cambio, desde hace muchas décadas anunciado fue formulado en todos los niveles y de muchos modos. Tomemos dos mane ras de formularlo. «Cambiar el mundo» como tarea, esta formulación se concentra en Marx. «Cambiar la vida», es la otra, señalada así por Rimbaud. Bretón trató de hacerlas equivalentes. Nosotros, en vista de los hechos y de la imposibilidad real de deshacer la dicotomía, propusimos: «Cambiar de vida».
¿Es posible esto a partir de la «vida» misma? Me explico.
¿Es esto posible a partir de algo que no es propiamente lo religioso, por ejemplo? Las formas más conocidas que inducen a un cambio real de vida son las que se requieren siempre en estado de frontera. Así en la frontera con cualquier posible «otro mundo» religioso – un más allá – la vida cambia y se ordena fundamentalmente de otro modo. La historia de las religiones tiene a la vista ese cambio de vida en los hombres situados en tal frontera. Puede decirse algo semejante de la vida militar cuya frontera es la intrínseca disponibilidad para la muerte. Y, hasta hace algún tiempo, podría pensarse que fuera así la vida del agricultor o frontera del hambre. Sin embargo, la nueva vida que hoy florece – viene de antiguo pero florece, hoy en día, y se abre ya como un vértigo – es la que, en cierto modo, ordena, en todo el planeta, y ya otros, la Técnica. No influye para esta afirmación el hecho que en tal o cual parte se esté realmente desprovisto de ella. Se trata de que el «más allá religioso», la disponibilidad para la muerte militar, y la frontera del hambre, entre otras, se las han de haber con ella, principalísimamente. Lo quieran o no. Y en esta suerte, las formas generales de vida humana en la tierra tienden, quiérase o no, a uniformizarse, al menos en aquello que hasta hace un tiempo parecía lo distinto, lo necesariamente distinto.
Habría que preguntarse con más cuidado si lo que se llamó «ascenso de las masas» y lo que se llama hoy «opinión mundial» no tiene casi directa relación con el desarrollo peculiar de la Técnica. Y si la uniformizaci6n y confusión de distingos y planos, con la consiguiente desorientación, no sería, a su vez, aspecto fluido del fenómeno.
Por otra parte, parece difícil negar que la crisis se hace patente y se agudiza, doquier, en el mundo, al mismo tiempo que, más y más, parece resplandecer el acontecimiento científico-técnico sobre la tierra y, quién sabe si no luego en otros planetas.
Lo cierto es que ante este hecho, a nuestro juicio irreversible, muchos suponen y se afincan intelectualmente en la denuncia de una decadencia. En última instancia se entiende por tal, la supuesta pérdida del control humano en los acontecimientos que realiza el hombre, sea por la razón que sea. De allí vienen los «humanismos» modernos en todas sus gamas de izquierda, centro, derecha, de arriba o de abajo. –Otros pretenden y quieren transformarse en servidores confesos o in confesos del fenómeno técnico para situarse mejor –acomodarse– en lo que presumen que es. A esto se ve ya reducida, poco a poco, la política. En verdad cualesquiera ideologías no pueden respecto de sí mismas, dejar de reconocer que ellas mismas se conjugan y se traman como un factor más –y no el rector– dentro del evento técnico mundial.
Ante tal realidad resuena, pues, la pregunta ¿Podrá darse ya no «cambiar el mundo» –que ocurre de un modo distinto al previsto por Marx– ni tampoco el «cambiar la vida» –que trae consigo el horizonte de frontera– señalado por Rimbaud, sino este «cambiar de vida» fundándose en la vida misma que se pretende mudar?
Sin entrar a considerar el fen6ómeno técnico en lo que tiene o tenga de más propio –por ejemplo, algo ya antiguo, la ley de «puesta en cuestión incesante»– tratemos de recoger en la plenitud de su luz cuanto se nos aparece opaco bajo el nombre de «uniformización». Intentemos, desde allí, arrojarnos al cambio de vida que, posiblemente, ella misma nos provoque, convocándonos. Si es que somos capaces de discernir en la uniformización un llamado y no un resultado que se nos cae o se nos viene encima. Es decir, si podemos salirnos del cuadro clásico de acción y reacción para descubrir la vía invitante. –propia de la fiesta y distinta de la guerra, como lo canta Amereida:
«para estimar para tan sólo barruntar la paz que propone el poema de la que habla, hacia la cual intenta hablar, hay que medir de antemano la amplitud y la profundidad de la guerra. Lo diferente, lo otro, hay que reconocerlo cabalmente de antemano. Lo cual quiere decir, sin paro, no existe. Así como decimos en nuestra lengua hablada, para desestimar a un hombre o a una dificultad, «eso no existe». Lo diferente es para nosotros aquello que exige ser anonadado –mihi delendum– exigencia que sólo dice adecuadamente el adjetivo verbal latino «sima», amenaza, horrible, literalmente. Hay que reconocer esto: no concedemos, de hecho, nada al otro. Por ejemplo, nada a las demás naciones. La menor diferencia es del todo por el todo, ellos son un error total, insoportable su manera de hablar sus dialectos, de comer, de vestirse. Ellos deben ser destruidos. Esto se impone desde el momento en que la cosa se pone seria. La tolerancia es una afectación, una astucia. Más a menudo una imbecilidad. Me parece que sólo a partir de una constatación tan fría puede, entonces, ser tanteada la insondable dificultad de la conversión radical a la que habría que mudarse para entrar en relación con la diferencia con vistas a la paz de la unión.
El diálogo del que se habla sin cesar hoy en día, entre cualquiera y cualquier cosa, en cierto modo no ha comenzado. La traducción pide un esfuerzo superior al moral. Una disposición que no es fácil encarar.
De la única forma de relación que nunca ha dejado de existir hasta nuestros días, en general, fueron obreras la violencia la guerra.
Sólo es a pesar suyo que un término cualquiera entra en fusión con cualquier otro término. La guerra es el único ardid de la unificación.
¿cómo cambiar esto?
donde
ronda la fiesta
la simpatía sin
semejanzas
cuando nada es vulgar, extraordinario o referido
el pan cotidiano – máscara muda –
transluce
la impropiedad común de la muerte
fiesta ineludible
don
más que guerra»
La vía invitante, propia de la fiesta que canta Amereida en vez de la guerra, se da en lo obvio de la vida. En palabras poéticas en el «pan cotidiano». El pan en tanto que es auténtica máscara o presencia o aspecto –real transparencia de mostrar lo que muestra y no otra cosa– de lo «común». ( La máscara oculta y nos dice y muestra simplemente qué oculta, es el rostro de lo oculto y no de algo que habría que descubrirse después. Esto es mero disfraz.).
Lo oculto es la no propiedad de la muerte, en cuanto ésta es realmente lo común y por ello, precisamente, la fiesta misma, el don, el pan. La muerte en cuanto «lo común» –aspecto de ese «común»– por serlo, abre la fiesta, de suyo, en vez de recoger la muerte como lo especificamente propio de cada cual –luz misma de toda guerra– ella comparece en cuanto obvia y común, como rostro de todo obvio y común, cuya abertura culmina en su forma propia, la fiesta. Todos los actos propios del hombre, sus «existenciales», sean estos los que fueren, precisamente por ser obvios y comunes nacimientos, matrimonios, investiduras, trabajos, distracciones, caídas o logros, etc.– culminan, es decir, se manifiestan– se hacen fiesta. ( No cuenta en esto, por cierto, la alegría o la pena. Un funeral es auténticamente una fiesta.)
Bajo esta luz, tal vez, podamos recoger la uniformización de otro modo que el habitual. La uniformización se ha propuesto siempre desde una situación de pérdida de algo y en este caso, de la distinción.
Cuando, repetidamente, nos decimos que en la Ciudad Abierta no hay ni vida, ni oficio, ni estudio privilegiados ¿no se parece a la tan temida uniformización? Quienes, así como así, no le temen a la uniformización en nombre, por ejemplo, de tal o cual justicia social, son unos imbéciles. No se puede justificar ninguna transformación masiva o uniformización del género humano en cojos y tuertos por el hecho de que existan cojos y tuertos, ni en atletas porque los haya.
Pero aún hay más. Vamos, a veces, más lejos. Nos decimos que en la Ciudad Abierta no hay edades privilegiadas. Que un anciano no es más ni es menos que un hombre maduro y éste, que un adolescente y éste, que un niño. ¿Y la relación de mujer y hombre? Por cierto que lo primero es tener temor. Yo diría, lo constante, lo permanente –alma misma del ágora o vida pública– es temer. Es andar al filo mismo de la cuerda tendida, recordándonos siempre los unos a los otros este vivo temor. Este temor que, mientras exista, indica que andamos realmente suspendidos bajo la luz de nuestro incesante volver a no saber.
¿Cabe en esta uniformización creciente del mundo –en estos días malentendida de mil maneras– el distingo? ¿Cómo?
¿O es ella, de suyo, la portadora del distingo mismo, y no de distingos apoyados en otros atributos, que aquello que propiamente distingue? Y recordemos, que para la fiesta de la uniformización ya no es «la muerte propia» posibilidad de distingo.
Por cierto, sería, acaso, una real tontería suponer que las respuestas se obtienen, en vez de sencillamente saber que uno se atiene a sus elaboraciones permanente. Por ello, para acercarnos a un campo de respuestas tomemos un atajo.
Nosotros creemos –mutatis mutandi– que hay tres formas de relaciones posibles entre los hombres. Es decir, que la vida se suele c0nforrnar según el tono prevaleciente de una de ellas, pues, las tres van de consuno.
La relación da la especie, del hombre, entre sí, en cuanto especie. De esta relaci6ón florecen tantas cosas e instancias de la necesidad de sobrevivir –hasta podría pensarse que la forma misma de la familia, pero esta es más compleja que eso. Pero esa relación lleva implícita consigo la guerra misma. En tanto especie, ante el dilema de sobrevivir tú o yo, me toca a mi.
La otra forma de relación es la cortesía. Inútil detenernos a indicar siquiera el mundo espléndido que abre la cortesía. Pero ella, como forma misma de la convivencia, se funda en la ola y resaca de agresión-defensa, ella eleva a forma, es decir, a invento mismo la convivencia. De allí el arte de convivir. Todos los tratados escritos del tipo El Cortesano, etc. y la misma psicología de profundidad, se juega allí.
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